¿Y si probamos vivir en paz?

¿Vale más un pensamiento ideológico-político que la relación con tu familia, tus amigos, tus hermanos en la fe? Le hice esta pregunta a un amigo de ésos a los que les gusta usar las redes sociales para chicanear a quienes están en las antípodas de su ideología política partidaria. Se había convertido en su deporte preferido: levantarse, abrir su facebook y disparar contra quien no pensara como él, criticando, sacando los trapos sucios del referente político opositor para “denunciarlo”, descalificando si alguno tuviera el tupé de saltar en defensa de su otra ideología. Con el tiempo, este amigo fue restando nombres en su agenda. Había llegado a tal punto el tono de su batalla dialéctica que sus amigos y parientes no sólo dejaron de tenerlo en sus redes sociales, sino de socializar con él en persona. Y dado que este amigo es una persona que profesa mi misma fe, ni quisiera averiguar cómo hace los domingos para sentarse a cantar a Dios al lado de quien fue víctima de sus ataques durante la semana.
Para ponernos en contexto respecto a lo que opino sobre la política, les hago una breve historia. Siempre me gustó la política. A mis 13 años, allá por 1983, tenía una vida muy politizada. El regreso de la democracia era todo un acontecimiento que hizo que me “enamorara” de la política. Estaba en el primer año de la secundaria y compartía mi pensamiento con mis compañeros. Fue una época maravillosa. Después, con el correr de los años y con el conocimiento que fui adquiriendo, me di cuenta que una de las cosas más vanas que podía hacer era entrar en una discusión en defensa de algún político. En la Argentina, el rol del político está en decadencia. La poca y nada credibilidad que tienen nuestros representantes, aquellos que votamos y a quienes no, hicieron que adoptara, más bien, una mirada crítica de todos los gobiernos de turno, a fin de no casarme con ninguno. Tampoco era cuestión de ser opositor por deporte; está claro que eso tampoco sirve para nada.
Vuelvo al tema de las redes sociales como catalizador de nuestras descargas políticas. Veo que quienes ya tomaron posición por uno u otro color político dominante en la Argentina, difícilmente, por no decir imposible, hagan lugar a la posibilidad de “convertirse” al bando opositor solo por haber leído un posteo en el que algún justiciero facebookeano haya denunciado a un político por corrupción, nepotismo, o por haberse quedado con algún vuelto. Está claro que en la Argentina de hoy no hay vuelta atrás con la decisión tomada.
Ahora bien, ante este escenario, reflota mi pregunta de siempre: ¿De qué sirve ponerme en el papel de investigador privado y buscar muertos en los roperos ajenos? ¿Qué gano yo, como denunciante de la nada –porque todo queda en la nada, solo flotando en las redes sociales-, acumulando odios contra el partido político opositor u oficialista? ¿Qué gana el amigo que lee mi posteo que busca solo provocar la reacción del otro, de quien ya sé de antemano que no cambiará su opinión? La famosa grieta de la que tanto se habló en este tiempo, lejos de cicatrizar, se agranda por culpa nuestra. Y allí surge la pregunta más importante: ¿Cómo queda mi vida interior luego de una jornada en la que siento que le gané la contienda al otro, lo dejé en ridículo, le demostré ante el mundo que su candidato no sirve? ¿Le gané realmente? ¿O perdimos los dos?
¿Quiero decir que como cristiano no tengo que meterme? Jamás diría eso y es el ataque fácil que me han hecho cuando publiqué una serie de notas que tendía a la reflexión como cristiano sobre el rol que verdaderamente nos cabe en esta sociedad dividida. Siempre fui un convencido de que por culpa de lo mal que nos instruyeron en las iglesias en el pasado con respecto a la política, es que hoy tenemos los políticos que tenemos y no contamos con cristianos en posiciones relevantes de la vida política argentina, más allá de algún diputado o concejal. Pero también sostengo que el que se mete en política tiene que tener vocación de servicio, tiene que estar “llamado” a eso (como para darle un tinte religioso). ¿Y el resto de la ciudadanía? ¿Tenemos que callarnos y no participar? Tampoco digo eso. Pero el grado de participación del habitante debiera ser en el marco de una construcción ciudadana, coherente, edificante. No éste campo de batalla en el que se convirtieron las redes sociales, utilizadas como artillería pesada para ver quién derriba primero a quién.
“En lo que respecta a ustedes, traten de tener paz unos con otros”, recomienda una de las cartas de San Pablo, y parece que hacemos lo contrario: de la nada nos mandamos con un posteo provocador para ver quién se prende primero en el ring. Creo que no es el camino.